El Peregrino

  

-        “Atención, aterrizaremos en La Tierra dentro de unos minutos. Tengan preparados sus equipos terrestres y no se olviden de la acreditación del Compostelato”. 

Daniel se removió inquieto en su asiento al escuchar al comandante de la nave espacial. Había hecho un largo viaje desde el planeta X560 y su nerviosismo estaba motivado: no solo porque iba a ser ésta su primera vez en la Tierra, la misma que sus tatarabuelos tuvieron que abandonar en el año 2250, sino también porque iba a cumplir con la tradición que en su lejano planeta tanto habían comentado los ancianos: iba a hacer el Camino de Santiago. 

Sin embargo, mucho habían cambiado las cosas en el Planeta Azul. Para empezar, el aire seguía siendo irrespirable para los seres humanos, pues las huellas de la contaminación humana aún no habían desaparecido por completo. Esto implicaría dificultades añadidas al peregrinaje de Daniel, el cual podría permanecer sólo el tiempo planificado para estar en el hostil planeta Tierra – ni un minuto más – porque las reservas de oxígeno de su equipo terrestre estaban limitadas para doce días. El agua también era un problema, ya que la de la Tierra continuaba siendo muy tóxica, pero eso lo solucionaba con las pastillas hidratantes que llevaba siempre encima.

-        “Ojalá, no me salgan ampollas” – pensó Daniel. 

De todas maneras, a pesar de las dificultades originadas por la contaminación y por la falta de infraestructuras en el planeta abandonado, la gente seguía peregrinando. Venían desde lejanos planetas ubicados en galaxias desconocidas. La humanidad había perdido muchas cosas en su huida del planeta: la música, los restos de sus antepasados, la comodidad y la belleza que antaño abundaban en las zonas privilegiadas de la Tierra y, con ello, muchos recuerdos se habían perdido o convertido en leyenda, pero el Camino seguía perviviendo en el imaginario colectivo. De hecho, en cuanto hubo oportunidad tras la Gran Evacuación, los peregrinos regresaron para acudir a la tumba del Apóstol. 

Daniel esperaba impaciente a que se abrieran las puertas de la nave para desembarcar. 

-        “Recuerda, estás actualmente en O’Cebreiro, a unos cien kilómetros de Santiago de Compostela. Este es el principio de tu viaje. Nosotros esperamos recogerte  de aquí a doce días en Santiago. Si no estás allí, ya sabes que tendremos que partir sin ti.”

-        “No se preocupe, Comandante. Allí estaré.”

Los primeros días por el Camino Francés fueron los más difíciles y no solo por la mala alimentación y por el peso de la escafandra – Daniel ya estaba acostumbrado a la comida y al agua sintética – sino por la contemplación de una belleza inalcanzable. Era tan hermoso ese mundo comparado con el aséptico planeta X560... 

– “Qué lástima haber tenido que evacuar a la población. ¿Cómo pudimos llegar al extremo de hacer nuestro propio hogar inhabitable?”

Daniel dormía refugiado en antiguos albergues – donde aprovechaba para sellar su Compostelato con sellos abandonados -  y pasaba miedo, porque la naturaleza era salvaje, los lobos aullaban al anochecer y no podía pegar ojo tranquilo. “Ojalá tuviera compañía” – se decía – “podríamos turnarnos para hacer guardia”. También se acordaba de los cuentos que su abuelita le contaba sobre seres inquietantes que habitaban en los bosques gallegos y sobre la Santa Compaña. “No sé qué es una meiga ni sé quiénes van en la Compaña esa, pero tengo claro que no quiero encontrarme con ninguno de esos seres” – pensaba Daniel mientras se acurrucaba para conciliar el sueño.

Llevaba ya cinco días caminando, cuando Daniel empezó a inquietarse: las suelas de su equipo terrestre se estaban desgastando y se había olvidado traer recambios. 

Cuando solo le quedaban dos días para llegar a Santiago, una suela se le rompió. No podría caminar al ritmo previsto así que llegaría tarde a su destino y la nave se marcharía sin él. Daniel respiró hondo, intentando ser optimista: “llegaré a mi destino, le presentaré mis respetos al Apóstol y él me ayudará a regresar a casa”. 

Tres días más tarde, Daniel llegó a la plaza del Obradoiro y pudo contemplar la Catedral. Se emocionó rendido ante su majestuosidad y belleza. Ese edificio significaba mucho para Daniel: “Soy el primero desde hace cinco generaciones que consigue llegar a este lugar – murmuró entre lágrimas – mis antepasados estarían muy orgullosos de mí”. Antes de entrar a la Catedral por el pórtico de la Gloria, Daniel observó que no había nada en el cielo: la nave lo había abandonado. Intentando apartar sus preocupaciones sobre el futuro, Daniel decidió centrarse en el presente: entrar en la Catedral, cumplir su misión y convertirse en peregrino, lo demás lo solucionaría a su debido tiempo. 

Nada más poner un pie en la Catedral, Daniel se dio cuenta de que no estaba solo. El botafumeiro se movía, haciendo el recorrido que durante siglos habían observado cientos de miles de peregrinos. Alguien lo estaba moviendo. Avanzó sigiloso por la nave y vio a una mujer de pelo rojizo ante el altar mayor. Iba vestida con un sencillo vestido blanco y a Daniel le llamó la atención que no llevase escafandra: la chica respiraba sin dificultad el aire terrestre, como antaño. 

-        “¿Quién eres? ¿Cómo es posible que no necesites de artificios para respirar?”- le preguntó.

La chica se giró y le sonrió. Le explicó que ella no necesitaba ayuda para respirar, porque había nacido en La Tierra. Unos pocos humanos – los llamados druidas– habían preservado un rincón de los bosques gallegos desde donde habían esperado a que el clima se restaurase en el planeta. Eran los guardianes del Camino y de la Tierra.

-        “¿Por qué no habéis mandado algún tipo de señal? Los demás desean regresar. 

-        No lo hicimos ni lo haremos, no queremos que vuelvan a estropearlo todo. Contigo hemos hecho una excepción, porque el Apóstol te ha guiado de forma que puedas permanecer con nosotros para siempre. Buen camino, peregrino. Bienvenido a tu nuevo hogar.”

La chica cogió a Daniel de la mano y, delante de la tumba del Apóstol, Daniel empezó una nueva y mejor vida. 


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